viernes, 29 de julio de 2011

GENERACIÓN DE RELEVO

Recientemente mi hija Angélica entregó en la facultad de psicología su trabajo de grado. El tema “La Inteligencia Emocional en adolescentes con conductas delictivas que se encuentran privados de libertad”.

Por lo cual, he decidido ceder el espacio del artículo de ésta semana a ella, queriendo que trasmita a ustedes sólo la primera parte de su trabajo: Inteligencia emocional.

“Quiero que mi razón y mi corazón sean uno”.
Ana J. Cesarino



INTELIGENCIA EMOCIONAL



Durante mis años de estudio, en la facultad de psicología, me percaté de la importancia de la Inteligencia Emocional. Me di cuenta que gran parte de los éxitos y fracasos de los que me rodeaban dependían mucho del uso de éste tipo de inteligencia.

Durante mucho tiempo fui madurando la idea de hacer un trabajo de investigación en ésta área. Me di cuenta  que ésta investigación podría traer un gran beneficio  a muchos.

Podía cambiar vidas.

Evidentemente sabía que la labor sería ardua, pero más allá de una calificación o incluso de una mención de trabajo de grado, también estaba el constante deseo de escoger un tema que permitiera dejar aportes precisos y ajustados a la realidad social que se vive dentro de la pantalla de la psicología.

En mi intento de concientizar a la gente de la posibilidad de vivir mejor y cambiar sus estilos de vida a través de la inteligencia emocional, encontraba frecuentemente a profesores y profesionales que me preguntaban constantemente: pero cuál es el sentido de ésta tesis? mi respuesta era simple y  sencilla: porque un verdadero psicólogo debe estar conciente de que su trabajo es formar, concientizar, educar a todos aquellos que acuden a nosotros para hacer verdaderos cambios de vida.

 Como diría mi mamá: Lograr la meta de ser plenamente humano.

 Desde ese momento tuve mayor apoyo de parte de mi casa de estudios, de mi facultad e incluso de mi tutora. Queriendo entonces aprovechar las oportunidades que se me estaban presentando decidí embarcarme en la fascinante aventura del mundo de la inteligencia emocional.

Una vez que inicié los procesos lógicos de toda tesis, tales como la observación e investigación exhaustiva, la aplicación de un instrumento, la recopilación de los resultados arrojados por el instrumento y el análisis de cada cuadro y  cada gráfica porcentual, me dije: Realmente has elegido el tema correcto! porque más allá del agrado por la temática y de sentir que podía dominar profesionalmente la misma, surgió en mi la satisfacción de saber que estaría realmente aportando soluciones y alternativas para todos aquellos que constantemente buscan respuestas en su diario vivir.



Pero qué es Inteligencia Emocional?

Inteligencia emocional es saber  enfrentar  las situaciones netamente emocionales con cierto carácter racional, de manera que exista un equilibrio entre la razón y la emoción para que podamos enfrentar situaciones con mayor fluidez.

Quizás algunos de ustedes se preguntaran qué tan cautivadora es esa Inteligencia Emocional que puede llegar al punto de cambiar vidas. Intentaré de la manera más sencilla explicar los fundamentos de éste tipo de inteligencia.

Existen dos grandes pilares en la inteligencia emocional, uno es la habilidad intrapersonal y otro la habilidad interpersonal. La primera consiste en la capacidad de introspección que posee la persona, o sea, mirarse, descubrirse, explorarse, el caer en cuenta de lo que ocurre en su mundo interior.

La segunda, se refiere a la capacidad que tiene la persona para enlazar su mundo interior con el mundo exterior, me refiero específicamente a la capacidad de dejar que mi mundo interior trascienda más allá de mi persona para encontrarme con el otro. Para lograr esto se necesitan ciertas actitudes que con seguridad algunos de ustedes podrán reconocer en artículos anteriores escritos en este blog.

 Quisiera recordar  tales actitudes o maneras de comportarse.

Comunicación. No es otra cosa que la capacidad que posee la persona para transmitir información y recibir información, en otras palabras, es un intercambio recíproco.

Flexibilidad. Es la capacidad opuesta a la rigidez, es aquella que se caracteriza por la habilidad para negociar, para encontrar un punto medio entre lo que yo soy y es el otro. Es poder beneficiarme de la riqueza del mundo del otro y de la riqueza de mi mundo interior.

Adaptabilidad. Capacidad de utilizar la flexibilidad antes mencionada,  poder adaptarse ante determinadas situaciones, aún cuando éstas sean de desagrado para uno,  permitiendo asumir favorablemente  cambios y situaciones nuevas.

Tolerancia. Ser transigente, es decir, poder ceder ante el otro e incluso ante mi misma en circunstancias que puedan traer beneficio a la vida emocional.

Optimismo. Es el grado de entusiasmo que posee una persona ante la vida. Es una manera de ser, no un estado mental o circunstancial.

Felicidad. Es la capacidad para disfrutar las situaciones positivas de la vida e integrar de manera sana en nuestra vida aquellos que quizás  no sean tan satisfactorios.

Estrés. Grado de preocupación parcial o temporal ante las circunstancias que son para nosotros amenazantes, sean percibidas de manera real o irreal en el día a día.

Ahora ustedes se preguntarán, qué necesito para desarrollar éstas habilidades? Qué nos conlleva a ser persona en un amplio sentido de la palabra?.

 La respuesta es sencilla, no son cosas desconocidas para nosotros, son cosas que con frecuencia hemos vivido, escuchado de otros, ya sea en este blog, sea en talleres de crecimiento, sea por conversaciones cercanas con personas que nos aman o en procesos psicoterapéuticos.

Necesitamos  del autoconocimiento, saber quienes somos, cómo somos, qué nos gusta, qué nos disgusta, cómo respondemos a situaciones, cómo respondemos emocionalmente, cuales son nuestros estados de ánimo y cuál es nuestra estructura de personalidad.

Crear en nosotros la capacidad y el deseo de resolver conflictos de manera sana, correcta y efectiva. Controlar emociones desagradables en situaciones adversas de forma sana y madura,  especialmente cuando surgen la ira y  la tristeza. Esto se conoce por autorregulación, o como comúnmente nos dicen aquellos que nos rodean en un léxico más sencillo y accesible, autocontrol.

Obviamente necesitamos motivación, para crecer y ser persona, para tener interés e iniciativa para ejercer planes, proyectos, llevar a cabo ideas, concluir metas y hacerlo de manera entusiasta, aún cuando se nos presenten adversidades.  

Pero qué otra cosa necesito? Empatía, que no es otra cosa que la capacidad de colocarse en el lugar del otro, no sólo para comprenderlo, sino para desde esa empatía poder brindar apoyo, e incluso aportar soluciones.

 Y por último, pero no menos importante, crear habilidades sociales, que nos permitan establecer vínculos afectivos, relacionarnos interpersonalmente de forma sana y efectiva,  comunicarnos, ser flexibles, saber negociar y adaptarnos a  las diversas situaciones a lo largo de la vida que nos permitan crecer y ayudar a otros a crecer.

Sabemos que la Inteligencia Emocional existe, sabemos que podemos informarnos sobre ella, sabemos que podemos aprender de ella,  sabemos que podemos aprender a desarrollarla, sabemos que podemos ser emocionalmente inteligentes y sabemos que cada uno de nosotros puede desarrollar su plenitud humana y tomar opciones de vida.

A final de cuentas, soy yo y solo yo la que puedo desear ser diferente, crecer y cambiar.

Ha sido un placer para mi, compartir con ustedes éste humilde artículo que más allá de la explicación de la realización de un trabajo de grado personal, busca trasmitir desde mi experiencia de vida, desde lo que soy, desde lo que deseo ser y todavía con un largo camino por recorrer, pero con la conciencia clara de que podemos cambiar, que podemos ser plenos, pero por sobre todas las cosas que existen mas de mil razones para querer crecer.

Se dice con frecuencia que la distancia más larga que existe en el mundo es entre la razón y el corazón.
Creo firmemente que podemos, si así lo deseamos, acortar esa distancia.

Ser razón y ser corazón.

Angélica Maldonado Cesarino.

viernes, 22 de julio de 2011

EL GIGANTE ENANO





Hay personas, entre las que podemos también estar nosotros, que ven el mundo como si fuese de hormigas. Piensan que nada hay tan importante como ellos. Los acontecimientos mundiales carecen de la debida relevancia. El drama de los otros son lloriqueaderas en comparación de las cosas por las que han pasado. Los aciertos y virtudes de los demás, en ocasiones, apenas consiguen de ellas morisquetas de congratulación. Porque, en definitiva este tipo de personas piensan que nada hay tan importante como ellas.
¿Qué puede compararse con nuestros logros, se dicen? ¿nuestra sensibilidad? ¿las propias conquistas? ¿nuestras lágrimas? ¡No se puede conseguir! La concentración de la genialidad tiene su embase en sus almas. Las actitudes, la belleza, las virtudes, el performace físico… todo, absolutamente todo, fuera de detalles sin trascendencia, puede compararse con ellas. Nada puede competir en importancia. Nada puede distraer su atención.
De tal manera que, por desgracia, su “simpatía” rara vez va a caer bien. Tal dechado de virtudes no va a ser reconocido ni apreciado por los otros. Su forma de relacionarnos va a ser consciente de esa diferencia que ni aprecia ni se preocupa en apreciar. Pueden responder de manera cortante y arrogante, porque creen que los demás deben concientizarse de su estatura… en otras palabras de su gigantez. Lo que los demás pueden sentir como desprecio por  parte de estos colosos es, lo que en el fondo, ellos piensan que es crudo realismo. En  verdad el mundo parece demasiado pequeño para contenerlos y, los demás a un nivel de mezquindad muy rastrera como para darles la merecida admiración.
El mundo gira a su alrededor… porque ellos consiguen hacer que se mueva. De nuevo, su gigantez es demasiado obvia como para disimularla.
Más, sin embargo, esa gigantez esconde otra verdad, una verdad deslumbrante como la luz de un mediodía de verano: ese gigante de estas personas se trata, en último caso, de un gigante enano que se cree crecido a costa de disimular y deformar la realidad tanto propia como la ajena. El vértigo de su altura lo da la sobrevaloración de los propios méritos y el disimulo y justificación de los defectos. La pequeñez con que ven lo ajeno tiene que ver con la lejanía en que se vive de los demás y no con su tamaño real, pero más importante aun ajenos a su realidad interior
Este ser, de impresionante presunción pero de escasas dimensiones, este gigante enano no es otra cosa que nuestro ego. No es el ego freudiano que equilibra impulsos subconscientes y normas sociales  No el ego de la psicología como centro consciente que arma la personalidad, sino el del argot popular cuando dice “esa persona tiene un ego demasiado grande”.
Este ego tiene que ver con arrogancia, soberbia, vanidad, egoísmo, un equivocado y falso amor a sí mismo. Esconde inseguridad, baja autoestima, una frágil identidad. La exageración de las virtudes en el presente hace de cortina de humo para evitar que el pasado les alcance y postergar el futuro para otra ocasión. Dado que la realidad, propia y ajena, la personal y la del mundo que les rodea, está deformada por estas carencias de base, difícilmente podrán identificar objetivos reales para su crecimiento personal; equivocarán las estrategias y, por consiguiente, obtendrán menguados logros. Sus desafíos serán grandes en publicidad y enanos en realización.
Con frecuencia la gente se expresa de la siguiente manera: “Pero que ego”, “tu ego llega hasta las nubes”. En el fondo tristemente lo que ocurre es que se quiere ocultar todo sentimiento de inferioridad tras la cortina del ego, que en el fondo no es solo sino complejos de inferioridad.
Complejos de inferioridad que no logran enfrentar o que no desean mirar por lo doloroso que podría resultar. Otras veces, se niegan a mirarlo porque carecen de las herramientas necesarias para enfrentarlo y derrotarlo.
Como he dicho anteriormente en otros artículos, la importancia de crecer y ser persona radica en mirarme con honestidad y asumir con humildad.
Estos “gigantes enanos”, se dice enanos porque son exactamente todo lo contrario de lo que aparentan ser y con una incapacidad psicológica o psíquica para realmente crecer o madurar. Pierden parte de la belleza de la vida, que consiste en la admiración por las demás personas, por los detalles que parecen tontos y por la armonía entre las formas, colores y organización de los objetos y los espacios. Les cuesta entender que la vida no está en función de ellos mismos, sino que la vida tiene sentido en sí misma.
Pero debo advertir que el ego, en el sentido que le hemos dado, no es un problema reservado a un grupo de condenados. Es riesgo y posibilidad de todos y cada uno, por factores tan variados como la compensación de complejos, de eventos no resueltos. Situaciones de permanente conflictividad, sea porque nos avergüenzan, o que no permiten el reconocimiento de aquellas personas que consideramos valiosas. Todo esto puede desencadenar mecanismos de inflación del ego… que no resuelven sino que acompañan al abismo.
Y las compensaciones no siempre se dan como fruto de la inventiva. Un excelente profesional puede arropar su vida bajo el manto de ese éxito real, cuando, por ejemplo, puede estar enfrentando el reto de compenetrarse más con su pareja. Un músico virtuoso puede ser aclamado por el público delirante, pero carecer de solidez interna como para consolidar relaciones afectivas importantes. Un deportista puede exagerar el mérito y el camino de sus logros, menospreciando a aquellos que tienen menos aptitudes para la disciplina en la que él es experto. Un hecho puntual y real puede inflar el ego a dimensiones insoportables.
Y también existen aquellos “gigantes enanos” que todo lo saben, que todo lo conocen, que consideran que su opinión es la única, importante y valedera. Se sienten con derecho a inmiscuirse en las situaciones y la vida de los otros, porque obviamente los demás no podrían funcionar sin sus “virtudes, consejos y experiencias”. Piensan que el mundo es pequeño, inculto, y en franca necesidad de su existencia e intervención.
Para ellos no existe ni la más remota idea que hay algo que no esta funcionando bien ni en ellos ni en su psique. Son semi dioses, por no decir dioses que nos honran con su omnipresencia.
De nuevo, repito, la virtud de la humildad es necesaria. Siempre fue muy apreciada por los antiguos. Ya se le tenía estima entre los filósofos griegos. Esta consiste en una actitud vigilante para no deformar ni la propia realidad ni la ajena. Si bien es importante para la autoestima el reconocimiento de logros y virtudes, también es importante el responsabilizarse de las propias limitaciones, defectos y errores. El malestar por la equivocación no debe impedir el que digiramos las experiencias, pues eso  hace crecer y madurar. Y mantienen a raya al gigante enano como lo que es: enano.
El gigante enano del ego paraliza, porque pretende convencernos que ya todo se ha conseguido y no hay otra meta que escalar en nuestras vidas. El gigante enano nos aisla, nos impide sensibilizarnos con el otro, entender al otro, crear lazos afectivos fuertes, nos crea problemas de todo índole: familiar, laboral, social… Y todo por no mirar aquello de lo que se carece.
Es por eso que la honestidad nos aterriza en la verdad de lo que somos y la humildad nos dinamiza, porque permite identificar aspectos en los que podemos ser más humanos y mejores personas.
¡Ojo! Como lo he dicho con anterioridad, el ego es una cosa y la autoestima es otra. El ego inflado, es una cruel mentira y la autoestima es la verdad que nos presenta lo que somos y lo que debemos trabajar para ser mejor.
Por eso, ¡atento!, no vayamos a ser lo que el adagio popular reza:
Dime de lo que alardea y te diré de lo que careces

viernes, 15 de julio de 2011

ESCUCHAR...

Vivimos en un mundo de prisas, urgencias y carreras. De decisiones súbitas. De empresas en lucha por supervivencias. De puestos de trabajo en constante evaluación y riesgo.

En este mundo de frenesí conectado tecnológicamente de múltiples formas, la información, avasallante por lo demás, es poder. Poder de decisión. Pero la información llega en cantidades industriales. Y no siempre es fidedigna. Por lo que una tarea es la selección. Seleccionamos unas y prescindimos de otras.

Este proceso de escoger y desechar es humanamente necesario. No es posible procesar humanamente todo lo que se recibe. Así que se toma y se deja.

De los criterios para hacer esto, uno de ellos son los intereses. La selección ocurre porque algo nos interesa y otra cosa no. Sé lo que pasa en el futbol, pero no en el boxeo. Y, puede ocurrir, del futbol se qué pasa con los equipos grandes pero no con los pequeños. Interés y valor, puede estar relacionado con el área de la propia competencia: yo estoy al tanto de lo que se está hablando en psicología, psiconeurología y psicoinmunología; pero no sobre los avances en las técnicas de construcción.

Para ciertos tipos de personas y ambientes de trabajo, la avalancha de información es inevitable. Hasta puede servir para establecer estatus. Por lo mismo, se selecciona lo que se escucha y lo que no se escucha. Los criterios son funcionales y por utilidad. Porque el ser humano no solo oye, sino que procesa la información. No le basta, al economista, saber cómo está el mercado hoy, sino que lo enlaza con el comportamiento del mercado en las últimas semanas; o lo relaciona con alguna situación histórica pasada que permita comprender la presente. Así que oir no es solo cuestión de recopilar datos. Por lo que la capacidad de asimilación del ser humano es limitada.

Si escuchar selectivamente de manera acertada pudiera ser una sabia virtud, no saberlo hacer, hacerlo en relación algún asunto que sí nos interesa o hacerlo en ambientes equivocados constituye un defecto: es sordera selectiva.

Evidentemente que los ambientes principales donde se suele efectuar la sordera selectiva es en la casa y con los familiares y amigos más cercanos. Porque tal sordera hace que uno solo escuche de manera parcial y deformada, nos impide ser personas y ver a los demás como personas. Como piezas de la maquinaria de la vida o decoración de la escenografía de la obra que interpretamos como protagonistas.

Tal sordera implica una resistencia hacia escuchar lo que las palabras y gestos quieren decir en la otra persona. Es permitir que la vivencia del otro resuene en cada uno de nosotros. Es una escucha del alma que implica todos los sentidos: la vista, el oido e, inclusive, el tacto.

Porque generalmente se escuchan palabras que se entresacan del sentido y contexto que la otra persona quiere darles. Se vanalizan y se incrustan en la forma como yo suelo ver las cosas, de tal manera que ya no son las palabras del otro sino palabras mías que adjudico a la otra persona. Interpreto a partir de mis propios esquemas y forma de ver la vida, anulando la originalidad y vivencia del otro.

Pero igualmente anulo la comunicación cuando escucho sin ver ni sentir. Escucho las palabras, como si se tratase de una palabra escrita en el diccionario, sin percatarme del tono de voz, de la inflexión, de la manera cómo se dice, de los gestos que la acompañan, de la situación que está viviendo quien conversa conmigo.

Porque escuchar debe ser permitir la comunicación. Quien no la permite esta siendo sordo… y de manera selectiva.

El objetivo de la escucha integral de lo que la otra persona quiere decir es la comunicación. No la simple conexión de las nuevas tecnologías. La comunicación cordial (la palabra cordial proviene de la raíz latina que significa corazón). Y esta comunicación nos permite encontrarnos con el otro, relacionarnos, conmovernos y ser humanos. Conocer el mundo de sus vivencias internas y sentimientos.

Si es cierto que tal comunicación normalmente no tiene que tener una gran importancia en decisiones como las empresariales, pero sí en las decisiones de tipo humanitario. E inclusive en las relaciones de familia.

Es obvio que el mundo de los hijos es distinto al de los padres. Escucharles no es dejarse confundir por ellos ni darles la razón, por ejemplo. Es responderles a su nivel y desde su mundo de comprensión, venciendo lo que puede separar, como es el llamado abismo generacional.

Esto también ocurre con la comunicación entre esposos. Porque no solo el comportamiento, los mundos e intereses son distintos, sino la manera de percibir, procesar la información y decidir. Porque las vivencias han sido distintas, hay diferencias culturales y psicológicas entre hombre y mujer. Así que escuchar significa salir de mi mundo para entrar imaginativamente en el de la otra persona, con los datos que me suministre. Hay esposos que sincronizan hasta con los síntomas que experimenta la esposa embarazada.

Escuchar, por tanto, es estar atento a la totalidad del otro que se manifiesta con su manera de percibir, sentir, con su historial y que se hace cercano en la totalidad de su discurso y no solo con una parte de él. Que me lo dice con sus palabras, tono de voz, inflexiones, gestos… y silencios.

Porque en ciertos momentos y contextos el silencio puede ser comunicativo: cuando una persona expone un evento doloroso ante el cual solo queda conmoverse hasta las entrañas y hacerle sentir que se le ha entendido perfectamente.

Se dice que ante el cuadro de la Gioconda de Leonardo Da Vinci todos los que la contemplaban hacían un sinfín de comentarios; solo un joven pintor, llamado Rafael, miraba el cuadro conmovido hasta las lágrimas, por lo que Leonardo supo cuánto había comprendido su obra.

Hay personas que en algún momento se me han acercado en un momento difícil de sus vidas y, sin emitir un solo sonido, simplemente me han abrazado para mostrarme su vulnerabilidad. Y yo, entonces, escuché sus silencios. Silencios que hablaban de dolor…

Escuchar, y escuchar de esta forma, no es sinónimo de involucrarme sentimentalmente y perder los puntos de referencias para avalar lo que haya de equivocado en la persona. Por ejemplo, alguien con un problema de drogadicción pudiese verse destrozada por haber sido separada de sus hijos y yo puedo entender y vivir profundamente su dolor sin justificar su conducta o suponer que, dentro de esa tragedia, exista en el presente el chance de que puedan estar juntos sin arriesgar la salud de los niños.

Creo que una de las razones del éxito de la psicoterapia es que la gente se siente escuchada, en sus palabras y silencios. Con la capacidad de parte del psicoterapeuta de seleccionar lo que debe hacer, decir o silenciar. En ocasiones se sabe que alguien quiere ser escuchada y drenar todo el cúmulo de emociones que acompañan las palabras, sin que se intervenga en esa sesión.

En mi temprana juventud entendí que, para lograr ser persona y entablar lazos afectivos importantes y, sobre todo, lograr ser una buena psicoterapeuta, tenía y debía escuchar. Observé cómo las personas eran presentadas unas a otras diciendo de manera autómata su nombre sin escuchar el nombre del otro. Eso realmente me impactó: un gesto tan sencillo y tan importante como ese, perdía su trascendencia.

Desde entonces escucho con mucha atención cuando me presentan a alguien. Y si por alguna razón no escucho bien su nombre, pido cortésmente que lo vuelvan a repetir. Es mi forma de decirle al otro “te reconozco como persona y te respeto lo suficiente como para escuchar tu nombre y retenerlo en mi mente”.

La cantidad de conflictos en las familias disminuirían si, en vez de buscar probar al otro lo equivocado que está, decidiesen escuchar lo que uno y otro quiere decir y, luego de entender el mundo interno de cada cual, se emprendiera la tarea de llegar a acuerdos y soluciones.

Pero solo la escucha posibilita el diálogo que puede ser importante en otras muchas áreas: no todos los conflictos laborales son de orden funcional sino humano. Y hasta en contextos de grandes sociedades y países: sentarse a dialogar debe partir de la premisa de escuchar, como se ha indicado.

Porque la finalidad de la escucha no es la comprensión sino el amor: el que el otro se sienta y sea amado y valorado. El amor que valora es sanación, promesa de cambio real y futuro mejor.

Nunca pierde el tiempo quien decide escuchar.

sábado, 9 de julio de 2011

¿OPTIMISTAS O PESIMISTAS?

“Todo depende del cristal con que se mire”, dice el adagio popular. Como todo adagio, algo tiene de verdad… y algo de mentira. Permite ingenuidades, evasiones, engaños, simplificaciones, adormecer la conciencia y disfrazar la realidad.
El refrán afirma que las cosas en la vida las vemos a través de un cristal. El de una ventana, un vitral, una pared de vidrio o, más en concreto, unos lentes, anteojos o gafas, como se dice según los regionalismos. Además que puede tener distintas coloraciones, muy útiles como protección solar pero fatales cuando hay oscuridad y sombra. Y sin añadir aquellos que son de tipo correctivos… o sea, para ver mejor. Nadie usa lentes de-formativos, para ver distorsionado.
Pasando de la metáfora al tema, es común diferenciar entre pesimistas y optimistas. Gama que incluye desde lo político hasta las relaciones de pareja o con los hijos. Para la Real Academia se dice del pesimismo, además de ser un sistema filosófico, de la tendencia “a ver y juzgar las cosas desde su lado más desfavorable”; el optimismo, igualmente, es la propensión “a ver y a juzgar las cosas en su aspecto más favorable”.
Sin embargo éste concepto de optimismo se ha visto completamente desvirtuado en nuestra cultura y sociedad, puesto que las cosas no se juzgan desde su aspecto más favorable sino más bien por el deseo caprichoso de mi persona que elimina todo sentido de la realidad.
Los pesimistas y optimistas se comportan como el aceite y el agua: la explicación para cualquier observación, reflexión, decisión, acción u omisión, dentro de esta forma de diferenciar a las personas, es porque uno es optimista o el otro pesimista. No hay más razones ni criterios, por lo que el bando de los pesimistas escuchará a los pesimistas y el de los optimistas a los optimistas. La posibilidad de valoración e intercambio mutuo quedará de antemano descalificada.
Intentemos, sin embargo,  elevarnos por unos instantes sobre las pasiones humanas y ver las cosas con cierta altitud, frialdad, vuelo y distancia. Quizás participando un poco de las críticas pero sin cegarnos.
¿Qué es un pesimista? Alguien que ve todo negro, según dicen. Nada va a salir bien. Y no le faltarán motivos para pensar así. Siempre tendrá un ejemplo a la mano. Cualquier logro es factible de ser minimizado, ridiculizado, sobre todo si lo consigue algún miembro de la raza de los “optimistas”.
Como en el fondo apuesta por la fatalidad, cualquier esfuerzo es, por lo tanto vano. En las relaciones no tiene por qué haber mucho compromiso porque lo que siempre sigue es la desilusión. Esta convicción de estar atrapado sanciona religiosamente  a los quienes  pretendan intentar escaparse de sus dominios. La fatalidad les perseguirá y les enseñará a ser buenos pesimistas: lo peor siempre está por suceder.
Evidentemente que este grupo es rápidamente aislado por su alto grado de toxicidad. Sobre todo por parte los optimistas. Los pesimistas consideran hasta de mal augurio abrir el espacio de la propia intimidad, no por prudencia, no por realismo, sino porque la simple apertura puede traer caos. La envidia de otros puede acabar con sus planes, y así sucesivamente siguen dando explicaciones del por qué las cosas les salen mal. Esto por supuesto sin mirar con objetividad lo que viven, piensan y perciben, sin ubicarse y sin entender el aquí y el ahora.
Por el otro lado, los optimistas se preguntan que cómo pretenden que las cosas les salga bien a los pesimistas, si todo lo comienzan ya derrotados. Ellos mismos atraen su propio fracaso, según los optimistas.
Los optimistas, por su parte, se encuentran en el otro extremo de la banda. Para ellos todos los días son soleados, hasta esos en los que ocurren inundaciones. Todo es rosa y bonito. Cualquier situación imprevista que se presente, o cualquier dificultad, no es debidamente valorada. El camino que conduce al éxito va siempre en línea recta.
En cuanto a su manera de pensar, siempre hay que pensar bien. Hacer lo contrario atrae “energías negativas” y “mala pava” (mala suerte). Hay una confianza ciega en el poder del pensamiento positivo y las “energías positivas”. La lógica, la realidad y las circunstancias no son importantes, puesto que si yo pienso que todo va a salir bien es porque ¡¡todo va a salir bien!!
El optimista se comporta de manera infantil e inmadura, es igual al niño que quiere aventurarse a situaciones riesgosas sin escuchar las advertencias de los mayores. Como cuando un niño entra a un parque de diversiones y, de manera caprichosa, insiste en montarse en la montaña rusa más alta de todas las que ve. El niño piensa que con solo quererlo puede pasar un rato divertido; pero esto a costa de obviar la realidad de que puede más bien ser una experiencia desagradable.
Nunca olvidaré el caso de una mujer de 49 años con quien coincidía con cierta frecuencia en el supermercado. Después de muchos encuentros ya me había enterado por medio de ella de su precario estado de salud, que tenía un historial familiar con una carga genética de serios problemas físicos y mentales, además de un serio problema de pareja. Un día me abordó en el supermercado y me dijo que había tomado la decisión de tener un hijo como solución para su problema conyugal. Yo respetuosamente le recordé su edad, su estado de salud, sus antecedentes familiares, el peligro que implicaba para ella el embarazo, la posibilidad de que el niño naciera enfermo y que esto, lejos de solucionar su situación matrimonial, la empeoraría. Ella me miró asombrada y exclamó: “¡Doctora, usted sí es pesimista!”
Así los optimistas tienen una confianza ciega en que todo va a salir bien, como si por desearlo con intensidad fuese garantía de que todo va a ocurrir como se está penando. Es un pensamiento mágico que no resiste la menor crítica desde la lógica.
Nos entramos, entonces, dentro del mundo de las creencias y superstición. El ser humano no puede vivir, obvio, en una ambiente de permanente incertidumbre. No todo puede ser movedizo y provisional. Así que, al extremar posiciones sin la debida objetividad, está funcionando de manera intuitiva las alarmas de nuestra mente que busca alguna forma de protegerse, sea en la despreocupación del optimista, sea en la cueva del pesimismo. Y en ambas hay una distorsión mental de la realidad, a partir de la exageración de ciertos aspectos pero omitiendo otros.
De esta manera se está sacrificando otra cosa que es más importante: el realismo. El criterio para escoger nuestros comportamientos debe surgir de la realidad y no de nuestra imaginación. Actuar por fantasías lejos de potenciarnos como seres humanos, lo que hace es debilitarnos. Tanto el optimista como el pesimista pecan de ceguera selectiva. Y eso es fatal para la supervivencia ¿Se imaginan al hombre de las cavernas enfrentando dinosaurios a pecho descubierto porque todo va a salir bien, o acurrucado en su caverna porque allá afuera hay unos bichos que pueden comérselo?
Claro que estos ejercicios de la imaginación pueden realizarse en la medida en que los dinosaurios ya no existen y la comida llega empaquetada a la casa. Sin embargo, no por eso es menor la necesidad de adaptación. Hay un sinfín de factores nuevos, inclusive de tipo social y cultural, que obligan a un sano ejercicio del realismo, captando en la realidad y en nosotros oportunidades y amenazas. Desde la forma de conducirnos para evitar ser víctimas de la delincuencia hasta las alternativas para mantener una empresa a flote durante un período de recesión.
El realismo ve las cosas variopintas, buscando ajustar las interpretaciones lo más posible a cómo las cosas y los acontecimientos son. Si se vive un proceso grave de enfermedad, se tomarán decisiones que tomen en cuenta toda una variedad de facetas: escogencia de médicos, tratamientos, centros de salud, medicamentos, costos, apoyo familiar, apoyo profesional, personal paramédico…
El realista no es optimista o pesimista de antemano. Si hay elementos esperanzadores fundados en la realidad o posibilidades ciertas de éxito de una acción o empresa, es normal que la persona se sienta optimista. Pero si no existen o las señales que se perciben en la realidad son desalentadoras, la persona no se engaña y, puede decirse, en esa situación concreta se siente pesimista.
El realista cultiva una flexibilidad propia que le permite maniobrar. Es claro que, cuando se ha tomado una decisión que se considera acertada, previo un análisis lo más realista posible, el esfuerzo para alcanzar la meta es fundamental. Eso incluye una dosis adecuada de confianza, que no excluyen evaluaciones, rectificaciones, prudencia y aprendizaje de equivocaciones. El realista intenta no confundir su imaginación con la realidad, pero tampoco su egolatría con el camino que lo llevará a cumplir sus metas. La capacidad de maniobra es lo fundamental.
En el caso de una enfermedad, el realista busca conocer el nivel de sus complicaciones, para tomar decisiones. Sabe que una enfermedad grave puede ocasionarle depresión, por lo que estará dispuesto a buscar ayuda. Y estará al tanto que un buen estado de ánimo ayuda al sistema inmunológico y a la eficacia de los tratamientos. Es decir, conoce la conexión y alcance entre su ánimo y su mejoría, sin suponer que los pensamientos “positivos” actúan mágicamente en la superación de enfermedades.
La persona realista es capaz de construir relaciones interpersonales sanas y maduras. No es sinónimo de frialdad o aislamiento, sino de conocimiento de sí, de mirada interior, que le permite también ver a los demás tal y como son. Escoge a las personas con las que sabe que puede existir una relación estrecha, con las que se puede confiar. Pero también sabe con quién puede haber una relación ocasional, seleccionando el nivel de profundidad, tema de conversación, con el debido cuidado y respeto.
Esto mismo se aplica a la vida afectiva. El realismo nos hace lo suficientemente objetivos para saber si una relación puede perdurar en el tiempo. Por ejemplo, una persona realista puede amar a otra, sin embargo, al mismo tiempo entender que no existe la capacidad para convivir o para llevar la relación a un nivel más profundo. En otras palabras, esta persona entiende que amar no es suficiente.
Ser realista es importante en la vida familiar, porque de esa manera se puede ejercer eficazmente el rol de padre o madre. Cada hijo es distinto y necesita diversa atención. Puedo ver sus virtudes pero también saber corregir sus defectos. No creo que, porque son mis hijos, todo va a salir bien en la vida, no se van a meter en problemas o van a actuar de manera equivocada. Justamente porque sé de sus virtudes pero también de los riesgos es que actúo sin predisponerme a creer, como el optimista, que de nada debo preocuparme o, como el pesimista, que todo va a ser desastroso por mucho que me esfuerce.
Todos y cada uno de nosotros debe encontrar el equilibrio entre el optimismo y el pesimismo: el realismo. Solo así podremos tomar las decisiones adecuadas e indicadas en nuestra vida.
Ser realista no es otra cosa que ver la verdad. Esa misma verdad que nos permite maniobrar la nave de la vida para llegar al puerto deseado.
Al final, una frágil línea separa al optimista del pesimista: para este las cosas son demasiado complicadas para vivirlas, para el otro las cosas son demasiado complicadas para verlas. Uno está convencido de la necedad de la acción humana, el otro necesita convencerse constantemente que eso no es así.
Solo el realista consigue mantenerse en pie.

viernes, 8 de julio de 2011

HASTA MAÑANA...

Por razones de salud el artículo pautado para ser publicado hoy, viernes ocho, será publicado mañana, sábado nueve, en la noche.

La vida puede ser muy frágil, pero no por eso deja de ser inmensamente maravillosa.
Ana J. Cesarino

viernes, 1 de julio de 2011

CRECER

Crecer lo hemos entendido como aumento de volumen o de tamaño.  De esta forma hasta la masa de harina fermentada por la levadura crece. O el caudal de los ríos. O los desechos tóxicos.
Más generalmente esto del crecimiento lo relacionamos con los seres vivos. El crecimiento tiene el valor de vitalidad. Se dejan unas etapas y se alcanzan otras hasta llegar a la madurez. Lo vemos en la semilla que germina, la maleza o en las poblaciones de animales.
Pero lo que en los eres vivos como las plantas puede ser tallo y follaje, en los animales implica otros aspectos. Hay cambio en la corpulencia, la pelambre, la funcionalidad de los órganos.
En el caso del ser humano, sin embargo, crecimiento se refiere primeramente  a la estatura y, luego, al desarrollo corporal. Se pasa por alto las características que hacen peculiar y distinto a este ser vivo. La gestación se valora en cuanto a la aparición de los diversos órganos y características físicas que le van a dar la apariencia de ser humano: conformación de la cabeza, la espina dorsal, las extremidades. Una vez que ha nacido, crece porque cambia de talla la ropa y porque antes tomaba tetero y ahora compota. Porque va variando la altura y, más adelante, la escolaridad. Porque las hormonas hacen aparecer las características sexuales secundarias y, con el tiempo, se puede concebir.
Con la llegada a la adultez pareciera que el ser humano ha dejado de crecer, sino fuera porque tiene la oportunidad, según la opinión común, de crecer económicamente, en prestigio, propiedades, ascensos, académicamente o en prole.
De esta manera, sin mucho esfuerzo, podemos coincidir en que el crecimiento ha sido considerado siempre como una magnitud cuantitativa, que se puede medir, que logra traducirse en números. Forma parte del universo de las matemáticas. Nos cuesta trabajo, por razones conscientes o inconscientes, desprenderlo de allí para asignarle valores cualitativos. Y lo que nos hace personas es la calidad humana.
Pero la calidad humana, cosa que es aceptada, es una realidad dinámica. Yo puedo tener un vehículo y su posesión debería estar asegurada sin mayor esfuerzo que su cuidado y mantenimiento. Se puede perder en ciertas circunstancias muy concretas, si se presentan. Si no, no se dan variaciones. Los títulos académicos igualmente se pueden conservar: no es que hoy soy licenciado en educación y mañana ya no tengo el grado académico. Y se pueden multiplicar los ejemplos.
Contrario a esto, la calidad humana es algo dinámico porque se ejercita en el diario vivir. Se da justo en la decisión de enfrentar las circunstancias de cada día desde cierta óptica, desde un conjunto de valores, desde la capacidad de relación. Y es este dinamismo el que le permite a la persona crecer. No es, por tanto, una realidad que se paraliza llegada la juventud ni que se identifique con las posesiones. Crecer es un desafío de cada día.
Porque esta dinámica es posible desde lo que yo internamente soy. Pero esta dinámica también me permite ser todavía mejor. Lo que los antiguos querían señalar cuando se referían a las virtudes,  pero lo que nosotros llamamos actitudes. O sea, se va formando un sustrato interior, una base que sirve de presupuesto y requisito para tomar nuevas decisiones y responsabilidades.
Habría que añadir que, por una errada visión estática del crecimiento interno, se consideran suficientes ciertos logros, como si ellos solos bastaran para el resto de la vida. Pero también es letal la culpa, que descalifica absolutamente una trayectoria y un crecimiento sostenido porque se dieron en alguna ocasión cierto grupo de errores, que provocaron desaliento y pesimismo.
Este desafío de crecer supone, por tanto, encarar la vida de una manera adulta y responsable. Supone considerar la vida con todo realismo, sabiendo maniobrar y aprovechar cada momento. El mundo del niño es ideal y fantasioso. Vive movido por los deseos, más que por los criterios. La crisis entre lo que cree que es el mundo y como es en realidad, acorde con la edad, va haciendo madurar al niño y al adolescente. Le permite adaptarse creativamente.
Y un adulto que se comporte caprichosamente se encuentra desabastecido de recursos para enfrentar retos familiares y laborales. Pero también para disfrutar de la vida. Una equivocada valoración de la vida, considerando importante lo que no es y siendo intransigente cuando las cosas se van dando de manera inesperada, son síntomas de enanismo interior. Pero a diferencia del enanismo físico, que es irreversible, el crecimiento interior es una decisión que pocos se deciden asumir.
Crecer como persona no es una tarea fácil de realizar. Implica disciplina, honestidad, humildad, perseverancia y, sobre todo, saber vivir momentos difíciles y dolorosos.
Crecer implica sintonizar mi mundo interior con el externo y actuar, pensar y sentir de manera acorde con la integración de estos dos mundos. Crecer es tomarme tiempo para pensar y no reaccionar de manera impulsiva.
Crecer es saber que no se toman decisiones en momentos de crisis.
Crecer es saber escuchar y asimilar lo que nos haga fuerte y desechar con delicadeza lo que no nos alimenta internamente.
Crecer es exponerme al día día sin el temor de enfrentarme a la vida, porque la vida sorprendentemente nos moldea para hacer de nosotros aquello que libremente optemos por ser. Crecer es tomar decisiones concretas, asumir compromisos, aceptar responsabilidades, admitir equivocaciones.
Crecer es también salir de mí misma y no dejarme encerrar en el mundo infantil del placer o del egoísmo.
Crecer es descubrir que no se crece sola, que se crece con otro u otros. Porque parte de ese crecimiento personal implica el reconocer la complementariedad de los unos con los otros.
Crecer es asumir también mi mundo emocional, saber manejar mis emociones, pero también aprender a expresarlas de manera adecuada, no temerle a mis emociones sino entender que manejándolas de forma madura se enriquece mi mundo interior.
Crecer es también tener claro que es un proceso continuo que no tiene fin. Entender que hasta en los últimos momentos de nuestra vida debemos seguir atentos al proceso de crecimiento interior. Porque cada ciclo de la vida nos presenta situaciones en las que se nos invita a crecer.
Crecer es saber reconocer lo que somos. Y también lo que no somos. Pero también con la claridad que podemos cambiar y ser mejores.
Por eso, cuando en mi diario vivir me cuestiono el crecer, vuelve a mi mente mi primer pensamiento:
Desde la profundidad de mi miseria me impulso para lograr ser lo que deseo ser… y todavía no soy.